domingo, marzo 26, 2006

La calle Victoria


Estaba aburrida; tengo que estudiar para un examen y mírame: escribiendo la historia de cómo me distraje de estudiar (o sea, distrayéndome contando cómo me distraje… en el fondo no quiero estudiar…).

Hacía una lista tonta, recordaba gente de hace uuuuu, desde mi primer novio (uuuuu), y bueno, me topé con su nombre.

Inmediatamente llegó a mi mente su casa: una departamento pequeñísimo de una vecindad de la calle de Victoria, en pleno centro histórico. A unas dos cuadras del metro Juárez… No hace falta ni cerrar los ojos para estar ahí de nuevo; el piso tenía una pendiente pronunciada, regalo del terremoto del 85 (siempre que entraba ahí tenía miedo de que el edificio se cayera; tan mal había quedado). En lugar de puertas había unas cortinitas con flores; en la cocina un refrigerador de los años 40’s, hermoso, con su manija para abrir, como si fuera vocho.

La sala hacía tiempo que estaba cansada y enseñando algo del relleno por las orillas; una mesita de centro con algunas flores de plástico que me parece que siempre estaban ahí... (afuera los niños jugaban con una pelota en un patio típico de vecindad, gritando, mientras los dos edificios que lo encerraban a este y oeste, parecían perder toda lógica arquitectónica y se inclinaban un poco hacia él). Una sábana a manera de cortina separaba la sala (en donde difícilmente se podían dar tres pasos) y el estudio (un más bien pasillo donde había un diván y un burro de planchar y una plancha, por supuesto, y eso sí, muchos, muchísimo libros que hacían todavía más pequeño el ya pequeño espacio). Otra sábana lo separaba de un cuarto sin cuadros, con una cama individual (siempre supuse que ahí dormía su madre, porque era la única cama, y él en el diván). Fue en ese estudio, en ese diván donde pasé horas y horas hablando – a mis 15 años – de literatura, y viajando y viajando. Él me prestó “Abajo las armas”, de Bertha de Suttner, libro que JAMÁS he podid encontrar otra vez, y que me hizo llorar por semanas. Él me llevó por primera vez a la Biblioteca de México, y al mercado de la Ciudadela. Con él anduve por todas las estaciones, todos los metros, todos los rincones y los museos.
Con él vi la primera película de arte (en el cine palacio chino) y fui a mi primera protesta frente a la embajada norteamericana.
Con él caminé toda la Ciudad de México, la amé, la conocí y me hipnotizó. Con él también entré por primera vez al Palacio de Correos, y de su mano subí por esas escaleras de cuento de hadas.
Con él conocí la ciudad lluviosa, despejada, aburrida, nublada…

Él viajaba constantemente a Cuba, y me hablaba de la magia y de la música y del azúcar y del café. Me hablaba de La Habana y su malecón, y de cómo la gente a pesar de todo sonríe. Del servicio médico, de los moros con cristianos. Abrió mis ojos.
Estudiaba dos carreras, una en el Poli y otra en la UNAM. Yo mientras terminaba secundaria.

Me hablaba en francés, oh oui. Yo no entendía nada, pero sí, háblame por favor, que me seduces… Yo le contestaba en inglés, y él no entendía nada, y así establecíamos un diálogo absurdo pero íntimo.

Nunca anduve con él, y tal vez sea un exceso de ego decir que él me amó. Así lo recuerdo.

Ahora hace quince años que no sé de él. Tal vez catorce o trece. Es igual, es una eternidad. Y esta noche, precisamente hoy, lo extraño…

A Gerardo

1 Comments:

Anonymous Anónimo said...

Mira, qué casualidad! En 1990 tú estabas cachondeando con un muchachuelo en la ciudad de méxico... y yo, a metros de distancia, al norte de la ciudad, cachondeaba a mi manera desde mi mesabanco de segundo de primaria con la hermosa, hermosísima Belinda.
La diferencia es que tú estabas en edad de saber los datos del hombre en cuestión, y yo sólo sé que se llama Belinda, sólo eso. Belinda

12:38 p.m.  

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