miércoles, junio 02, 2010

El Tambor de Hojalata. Günter Grass.


El Bodegón de las Cebollas
Y así fue que Óscar Matzerath o Bronski, nunca se supo, aunque sus ojos azules clarísimos se inclinaban más a que Bronski fuera su verdadero padre, fue contratado para tocar su tambor, con otros dos músicos, en el Bodegón de las Cebollas. Era, en efecto, algo parecido a un bodegón, a donde llegaba gente elegante -los altos costos del lugar no permitían que llegara otro tipo de gente- y cuando el lugar estaba lleno, o casi lleno, el dueño del lugar, cuyo nombre no recuerdo y no es importante, se presentaba. Su delantal, bordado de cebollas y su personalidad, rociada de un ánimo fuerte y vulnerable, hacían que se detuvieran los cuchicheos por demás superficiales de los concurrentes. Repartía entonces unas tablitas de madera con grabados diversos: un cerdito, un pescadito, diferentes animales que parecían estar contentos. La gente observaba sus tablas, las intercambiaba, se quedaba con la que más le convencía. Después venían los cuchillos. A cada uno de los clientes se le daba un cuchillo bien afilado. Finalmente, las cebollas. No era precisamente un restaurante o un bar. Era un lugar en donde se reunían las personas de conversación difícil, que en tiempos de la posguerra había perdido la facultad de hablar profundamente, de reconocer sus problemas, fueran en los negocios, con el cónyuge, con el amante, con los hijos. Empezaba entonces la fiesta. Todos iniciaban su labor separando la piel externa de la cebolla, y continuaba con las partes medias, hasta llegar al centro. Después, utilizando los cuchillos bien afilados, partían, partían, unos con menos gracia, en pedazos irregulares; generalmente las mujeres, sobre todo aquellas buenas amas de casa, y por tanto, con alguna experiencia en la cocina, partían la cebolla en pedacitos pequeñitos, todos del mismo tamaño, como si estuvieran en un ritual que al principio era difícil de entender. Los jugos de las cebollas en conjunto hacían saltar las primeras lágrimas, extrañamente primero en los ojos de los caballeros. Después, las damas. Sólo cortando cebollas y llorando eran capaces de abrir, al igual que la cebolla, las capas interiores de sus penas. Y hablaban, lloraban, sacaban todo lo que tenían dentro. Así se establecía el diálogo sanador; se ventilaban los dolores internos, al fin eran capaces de realizar una especie de terapia en el único lugar donde podían llorar, utilizando para tal fin simples cebollas de mercado que nada tenían de especial. Los ánimos se caldeaban, la cosa subía de tono. Alguna vez estuvo a punto de convertirse en orgía, también sanadora de los instintos que se creían perdidos, de los deseos dormidos. Entonces era cuando entraba el terceto de jazz a tocar, siempre Óscar con su tambor; su función era bajar los ánimos distendidos y regresar las cosas a la normalidad. Cuando las cosas habían regresado a un estado, no igual que al inicio, pues las almas se habían deshecho de pesadas cargas con lágrimas de cebolla, pero sí a un estado de mayor tranquilidad sin peligro de atentar contra la moral, los asistentes tomaban sus bolsos, sus abrigos, sus pieles, pagaban el precio -impagable para la mayoría de los ciudadanos de la clase trabajadora- y se volcaba de nuevo al mundo, con el ánimo recargado de energías, con la conciencia no más tranquila pero sí menos pesada. El negocio, por alguna razón, siempre iba bien. El Bodegón de las Cebollas siempre tenía clientes. Los lunes había precios especiales, y por lo tanto, podían darse el lujo de llorar los estudiantes de arte y alguno que otro trabajador de la clase media-alta, sólo los que estaban dispuestos a sacrificar unos días de comida para poder asistir al Bodegón de las Cebollas.

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