Horadar las tinieblas con una lámpara es perder la lámpara y las tinieblas

martes, junio 15, 2010

Solitude...

Junto toda mi soledad. Tengo algunos planes, algunas ideas. Pero sigo pensando que una despedida por teléfono, por mensaje, es lo más aberrante que existe. Es importante ver a los ojos, siempre, hasta para dejarlo todo. Es de cobardes. Otra vez de cobardes.
Retomo mi vida.
Se aceptan sugerencias.

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miércoles, junio 09, 2010

Mía Gallegos


Vuelvo a la noche

De pronto vuelvo
a la noche
con mis zapatos de agua.

Me desnudo
en el lento
ejercicio de mis manos
y busco
solamente
un objeto mío,
un pequeño barco,
un cometa,
un circo de inventadas cosas,
figuras cotidianas,
tuyas y mías,
que amo.

Pero sé
que de pronto
me vuelvo inaccesible
y vuelvo a ser silencio
y llama oscura,
donde mi barco
se escapa de tu orilla.

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martes, junio 08, 2010

El consuelo

Después de tanto, pero tanto, sólo quedaba un consuelo. Entre vómitos y cervezas y cigarros, entre la búsqueda de las piezas que la convertirían en alguien, en algo que todavía no sabía, el consuelo era que él, el que se había ido, para la siguiente noche ya tendría a alguien en su cama. Y algún día pasaría lo mismo.

domingo, junio 06, 2010

Jaguar de agua. Mía Gallegos

Jaguar de agua

Yo canto porque no puedo eludir la muerte,
porque le tengo miedo, porque el dolor me mata.
La quiero ya como se quiere el amor mismo.
Su terror necesito, su hueso mondo y su misterio.
Lleno del fervor de la manzana y su corrosiva fragancia,
lujurioso como un hombre que sólo una idea tiene,
angustiadamente carnal con la misma muerte devorante,
yo me consumo aullando la traición de los dioses.

Soledad mía, oh muerte del amor, oh amor de la muerte,
que nunca hay vida, nunca, ¡nunca! sino sólo agonía.
En mis manos de fango gime una paloma resplandeciente
porque el amor y el sueño son las alas de la vida.

Me duele el aire... Me oprimen tus manos absolutas,
rojas de besos y relámpagos, de nubes y escorpiones.
Soledad de soledades, yo sé que si es triste todo olvido,
más triste es aún todo recuerdo, y más triste aún toda esperanza.

Porque el amor y la muerte son las alas de mi vida,
que es como un ángel expulsado perpetuamente.

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miércoles, junio 02, 2010

El Tambor de Hojalata. Günter Grass.


El Bodegón de las Cebollas
Y así fue que Óscar Matzerath o Bronski, nunca se supo, aunque sus ojos azules clarísimos se inclinaban más a que Bronski fuera su verdadero padre, fue contratado para tocar su tambor, con otros dos músicos, en el Bodegón de las Cebollas. Era, en efecto, algo parecido a un bodegón, a donde llegaba gente elegante -los altos costos del lugar no permitían que llegara otro tipo de gente- y cuando el lugar estaba lleno, o casi lleno, el dueño del lugar, cuyo nombre no recuerdo y no es importante, se presentaba. Su delantal, bordado de cebollas y su personalidad, rociada de un ánimo fuerte y vulnerable, hacían que se detuvieran los cuchicheos por demás superficiales de los concurrentes. Repartía entonces unas tablitas de madera con grabados diversos: un cerdito, un pescadito, diferentes animales que parecían estar contentos. La gente observaba sus tablas, las intercambiaba, se quedaba con la que más le convencía. Después venían los cuchillos. A cada uno de los clientes se le daba un cuchillo bien afilado. Finalmente, las cebollas. No era precisamente un restaurante o un bar. Era un lugar en donde se reunían las personas de conversación difícil, que en tiempos de la posguerra había perdido la facultad de hablar profundamente, de reconocer sus problemas, fueran en los negocios, con el cónyuge, con el amante, con los hijos. Empezaba entonces la fiesta. Todos iniciaban su labor separando la piel externa de la cebolla, y continuaba con las partes medias, hasta llegar al centro. Después, utilizando los cuchillos bien afilados, partían, partían, unos con menos gracia, en pedazos irregulares; generalmente las mujeres, sobre todo aquellas buenas amas de casa, y por tanto, con alguna experiencia en la cocina, partían la cebolla en pedacitos pequeñitos, todos del mismo tamaño, como si estuvieran en un ritual que al principio era difícil de entender. Los jugos de las cebollas en conjunto hacían saltar las primeras lágrimas, extrañamente primero en los ojos de los caballeros. Después, las damas. Sólo cortando cebollas y llorando eran capaces de abrir, al igual que la cebolla, las capas interiores de sus penas. Y hablaban, lloraban, sacaban todo lo que tenían dentro. Así se establecía el diálogo sanador; se ventilaban los dolores internos, al fin eran capaces de realizar una especie de terapia en el único lugar donde podían llorar, utilizando para tal fin simples cebollas de mercado que nada tenían de especial. Los ánimos se caldeaban, la cosa subía de tono. Alguna vez estuvo a punto de convertirse en orgía, también sanadora de los instintos que se creían perdidos, de los deseos dormidos. Entonces era cuando entraba el terceto de jazz a tocar, siempre Óscar con su tambor; su función era bajar los ánimos distendidos y regresar las cosas a la normalidad. Cuando las cosas habían regresado a un estado, no igual que al inicio, pues las almas se habían deshecho de pesadas cargas con lágrimas de cebolla, pero sí a un estado de mayor tranquilidad sin peligro de atentar contra la moral, los asistentes tomaban sus bolsos, sus abrigos, sus pieles, pagaban el precio -impagable para la mayoría de los ciudadanos de la clase trabajadora- y se volcaba de nuevo al mundo, con el ánimo recargado de energías, con la conciencia no más tranquila pero sí menos pesada. El negocio, por alguna razón, siempre iba bien. El Bodegón de las Cebollas siempre tenía clientes. Los lunes había precios especiales, y por lo tanto, podían darse el lujo de llorar los estudiantes de arte y alguno que otro trabajador de la clase media-alta, sólo los que estaban dispuestos a sacrificar unos días de comida para poder asistir al Bodegón de las Cebollas.

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